LA IZQUIERDA Y CATALUNYA

España atraviesa por una de las etapas políticas más decadentes que se le han conocido a lo largo de su historia y que amenaza con convertirse en endémica por mor de una clase política fallida, la que ha gobernado la Generalidad y lo hace desde la Moncloa, presta además por su incompetencia a contaminar la convivencia entre nuestros pueblos y sus gentes.

Los pilares de la ética, de los valores democráticos y del Estado social y democrático de derecho que tanto costó poner en pie tras la larga noche de la Dictadura franquista y la constante autoritaria y de estancamiento que significaron nuestros últimos tres siglos de historia, parecen olvidados en esta confrontación irracional que con alto coste para las instituciones, la economía y la concordia aún puede desplegar efectos más negativos.

La crisis viene de atrás
El desafío secesionista y el efecto divisivo que ha tenido en casi todo el espectro político son, probablemente, un epifenómeno más de un transcurso más profundo: el desacople de la arquitectura institucional de nuestra democracia y las nuevas realidades sociales puestas en evidencia por la crisis, primero económica y a continuación social, que lleva camino de cumplir una década.

Si ya de por sí era visible el clima de quebranto político y social al que veníamos asistiendo con arranque en el amoral, especulativo e insostenible modelo desarrollista surgido en la primera experiencia de Gobierno Aznar-Rato con el apoyo de la minoría catalana, su hecatombe tras el crack financiero e inmobiliario que sobrepasó y desestabilizó al Gobierno Zapatero, continuado por el quinquenio negro de la mayoría absoluta de Rajoy, con su plan de choque volcado en la “devaluación interna”, es decir, en el empobrecimiento y la protección de las rentas altas, la regresión en materia de derechos y libertades, la corrupción estructural y la contaminación partidista de las instituciones, la crisis del sistema surgido en la Transición estaba cantada. A todo ello acompañado por la exasperante incapacidad de las fuerzas políticas progresistas y de izquierda de acordar tras el 20-D y el 26-J una alternativa regeneracionista a esa crisis, se ha unido el estallido de la cuestión catalana deteriorando la cultura democrática adquirida y heredada y hasta el lenguaje político.

En ese contexto de fin de época, la fuerza cívica del secesionismo, paradójicamente unida a una enorme pobreza argumentativa y una irresponsable hoja de ruta, amenaza con deteriorar y hasta destruir las más elementales columnas normativas para la convivencia democrática.

Crisis política de ética y valores, crisis del modelo económico y social y crisis territorial, que se entremezclan y retroalimentan con la pretensión de hacernos saltar todas las certidumbres en un sálvese quien pueda.

El proceso independentista catalán –no exento de elementos reaccionarios y de cierta insolidaridad interterritorial- ha generado mayor desapego y hastío hacia la política. El divorcio entre la ciudadanía, que asiste hastiada y desconcertada al fracaso de la política en la solución de sus problemas, es hoy mucho mayor, junto a la imagen que ofrece una clase dirigente con exclusiva dedicación a esta cuestión, cada vez más ajena a las preocupaciones reales, aspiraciones y demandas cotidianas de la población y de los demás territorios de España.

La política del laissez faire, laissez passer con que el PP afrontó el llamado procès durante los últimos años orientado por míseros réditos electorales, ha resultado ser una perfecta continuación de aquella senda de provocaciones y desmesuras, como el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut y la recogida de firmas, con el mismo objetivo de cosechar apoyos en el resto de España mientras se alimentaba la desafección y el secesionismo en Cataluña.

La culminación de esa política ha sido el clímax de torpezas policiales y judiciales que acompañaron el falso referéndum y la DUI de quita y pon. Este tipo de respuestas desmedidas venía a dar cumplida respuesta a las expectativas independentistas, cuya hoja de ruta precisaba de esa clase de excesos para legitimar sus propias provocaciones e ilegalidades y aparecer como víctima de la situación. Con razón puede decirse que la actuación de la derecha española en todo el conflicto catalán se ha limitado a buscar el rédito electoral inmediato, olvidando de forma culpable toda estrategia de defensa del Estado y toda pedagogía política que refutara el relato paradisiaco y de ficción del secesionismo.

Un secesionismo no tan progresista
Aunque las fuerzas políticas llamadas a rentabilizar el procès se reclaman de izquierda (ERC) e incluso de extrema izquierda (CUP) y se alimenten de la crítica al autoritarismo de la derecha española, el movimiento en su conjunto no deja de tener connotaciones de un preocupante contenido conservador. En primer lugar, aparte del contenido popular indudable que el movimiento tiene, no puede olvidarse la responsabilidad que en el origen mismo del auge actual del independentismo tuvo aquel momento de crisis, allá por 2011, en que el govern de la Generalitat hubo de hacer frente a una auténtica oleada de protestas sociales por su política de recortes, anterior y más intensa que la que luego protagonizaría el propio Rajoy. De aquella autentica insurrección popular nos queda la imagen del president, Artur Mas, accediendo en helicóptero a un Parlament rodeado de manifestantes y con la brutalidad de los Mossos en la represión de la protesta. Derivar toda esa energía social hacia un enemigo exterior llamado España ha sido la gran habilidad del independentismo.  

Por lo demás, el secesionismo catalán no deja de tener concomitancias con un fenómeno actualmente en boga de rebelión insolidaria de regiones ricas europeas contra las más desfavorecidas. No es extraño, pues, que uno de sus más firmes apoyos proceda, precisamente, de la Lega Nord, el partido ultra conservador y xenófobo que promueve, de momento con poco éxito, la secesión del norte rico de Italia, en parecida línea política a lo que significa el partido flamenco Vlaams Belang (VB) que cobija actualmente al prófugo Puigdemont. Tampoco es ajeno al populismo resurgido en el viejo Continente, como reacción al vértigo de la globalización y la integración Europea. Un populismo que reclama, en nombre de un “pueblo” abstracto y al que no se le reconocen divisiones interiores, la vuelta a un pasado trágico de fronteras y nacionalismos, para romper los pespuntes difícilmente cosidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días que reportaron avances antes desconocidos en la integración transnacional y multiétnica por medios pacíficos y negociados, mejorando sobremanera la calidad de vida de su ciudadanía con la puesta en pie del Estado del Bienestar y el pacto entre las rentas del trabajo y el capital.

Tampoco nacionalismo supremacista es de exclusividad contemporánea. Estos fenómenos de reacción ante cada avance de la modernidad tienen conocidos orígenes reivindicativos en el pasado, basados en privilegios egoístas, tales como fueros, aranceles proteccionistas, desigualdad fiscal y de financiación favorecida, impunidad judicial... Fueron una constante en las castas aristocráticas y eclesiásticas desde el Medievo hasta la revolución francesa.

En el caso de España, renacen estas reivindicaciones con virulencia en las escasas etapas democráticas vividas en nuestro reciente pasado histórico -Primera y Segunda República y la presente que se inicia con la Transición- siendo un elemento de desestabilización que finalmente desemboca en más conservadurismo y más restricciones a derechos y libertades, lo que vuelve problemática su vinculación con el progresismo.

Como todo nacionalismo, tiende a la simplificación de su estructura societaria, al invento de la historia, la “construcción” del enemigo y el victimismo pueril. Justifica los medios para el logro de sus objetivos recurriendo a discursos esencialistas (“no son catalanes quienes no militan o no votan la opción independentista” –Carme Forcadell) o, a veces, de corte religioso con alocución bíblica y mística incluidas (de Oriol Junqueras en su primer día de prisión: “que en el 21-D las fuerzas del bien venzan al mal y posteriormente sobre su día a día: "Dedico mi tiempo a la reflexión y, como católico, a la oración") Un alarmante deslizamiento al más genuino mesianismo o xenofobia que choca con el pluralismo, el laicismo o la tolerancia, inherentes a las sociedades democráticas contemporáneas.
Y no: el imperialismo tampoco es de izquierdas. Por lo que cualquier perspectiva de alianza estratégica con quienes mantienen tales pretensiones, tampoco representan los intereses del progresismo y de las clases trabajadoras.

Un proyecto de las elites, pero también un movimiento popular
Como otras veces en la compleja historia de este país (1714, 1936), no se trata de Catalunya contra España, sino de unos catalanes contra otros, un enfrentamiento civil en el que una parte, la secesionista, actúa como si la otra fuera invisible, saltándose las leyes, incluso las propias de la autonomía (1934 y 2017)

No es España quien roba a Catalunya, sino una casta de corruptos catalanes con paraísos fiscales en Andorra o Suiza que emulan y compiten con los corruptos del PP que también desvalijan a España. El enfrentamiento tiene el interesante efecto de desplazar el foco de atención lejos de estas “élites extractivas”.

Claro que este sainete secesionista se habría limitado a unas cuantas  refriegas palaciegas entre las derechas de uno u otro territorio si no hubiera venido acompañado de una fuerte movilización de grandes sectores de la población catalana, lo que evidencia que el problema va mucho más allá de un conflicto de élites.

Aunque siempre hubo un segmento independentista en Cataluña, ha sido la ceguera de la derecha española en su utilización partidista del conflicto territorial, como antes hizo con la lucha antiterrorista, la crisis económica y los terribles efectos sociales de las políticas de austeridad en las que fue pionera la derecha catalana de Mas y el retroceso de las libertades durante la mayoría absoluta de Rajoy, lo que ha alimentado el nuevo irredentismo. Esa combinación de factores creó la ventana de oportunidad a la extensión masiva del descontento y su traducción deliberada por las elites en protesta contra España.

Solo las elites del independentismo han sabido capitalizar y desviar el descontento social hacia una causa que nunca encontró enfrente un relato tan atractivo como el suyo propio. Solo los secesionistas parecían tener proyectos –la independencia lo resolvía todo- para salir del profundo agujero de la depresión colectiva que está significando la crisis y nunca hubo enfrente un discurso que lo contrarrestara. No ha habido un debate cívico y sosegado sobre las consecuencias de una secesión en la Europa del siglo XXI, porque el independentismo no estaba interesado en profundizar en ello, por si no resultaba tan idílico, en tanto el “unionismo” no quiso imaginar siquiera la posibilidad de una separación y no construyó, más allá de su negación, un discurso político alternativo. Por eso, cuando la hipotética República catalana adquirió visos de poder llegar a ser una realidad declarada, sólo encontró como respuesta las reacciones sobreactuadas y el españolismo más rancio y recentralizador. Ante la falta de política, solo era posible oponer a la emoción separatista trasnochada, otra misma emoción de signo contrario.

De ahí que el nacionalismo independentista se haya empeñado en publicitar y alimentar una oleada conservadora para el resto de España, en la que el secesionismo tuviera las de ganar, mientras peor mejor, a la vez que proyectaba una imagen carpetovetónica y caricaturesca de un Régimen opresor herencia de su pasado tiránico, asociando el Estado español a PP y éste con franquismo, para acabar concluyendo que seguimos estando bajo una Dictadura. Así, de pronto, las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado serían, en esta reducción al absurdo, un mix entre los antiguos “grises” y la Brigada Político Social que había que echar de Cataluña.

Las falacias discursivas del soberanismo
En ese relato kafkiano, el independentismo, que dice actuar en cumplimiento de un mandato popular en unas elecciones plebiscitarias celebradas el 27 de septiembre de 2015 que no ganó y en la farsa de referéndum del 1-O que sólo movilizó al segmento ya convencido del independentismo, logra hacer olvidar las protestas ante el Parlament de Artur Mas, sus salvajes recortes o la corrupción de la clase política catalana del 3%, en nada diferente a la del PP de la Gürtel, la Púnica y demás sumarios.

En esa pérdida consciente y manipulada de la memoria, borran también que la Constitución española fue votada abrumadoramente por el cuerpo electoral de Cataluña, aunque no lo fue  por la antecesora del PP, la AP de Manuel Fraga, que, ya como PP refundado,  votó contra el Estatut, como contra  tantas leyes que han cambiado la cara ancestral de nuestro retraso: la Sanidad y la Enseñanza universal, la ley de Dependencia, la ley de Igualdad, la ley del Divorcio, la de Interrupción del Embarazo, la de Matrimonios homosexuales... conjunto de leyes que conforman el Estado social y democrático de derecho al que el simplismo independentista se empeña, ocultando la realidad, en asimilar al franquismo, para emerger ante Europa como única esperanza de modernización.

Al igual que esa otra manipulación propagandística consistente en poner en duda la independencia del poder judicial, cuando no te resulta favorable. Cierto que el gobierno de Rajoy se ha esforzado en facilitar ese relato con su instrumentalización de la fiscalía, pero es preciso olvidar deliberadamente que esa justicia que lleva a Consellers a la cárcel es la misma que también ha encarcelado a Ignacio González, Francisco Granados, Jaume Matas, Carlos Fabra… al expresidente de la CEOE, Díaz Ferrán, y está a punto sentar al PP como tal en el banquillo.

¿Qué debería hacer la izquierda?
Reconstruir un relato en estos tiempos de regresión discursiva cuando la emoción identitaria se sobrepone a la inteligencia, la tolerancia, el diálogo, y hasta el libre pensamiento. Tiene que ser la prioridad de los hombres y mujeres de la izquierda de nuestro país.

En este sentido, no es asumible que la izquierda se muestre acomplejada o culpable ante la necesidad de la aplicación de la ley constitucional vigente en defensa del Estado de derecho. Las actitudes contrarias a la Constitución y a las normas de convivencia que democráticamente nos hemos dado, han sido flagrantes en el independentismo catalán además de un alarde de irresponsabilidad que ya reconocen hasta en público. Hay que decirlo abierta y claramente y no dejar esa bandera a la derecha, haciendo aparecer a Rajoy como un estadista. Las acciones de los secesionistas en Cataluña han sido una transgresión consciente, continuada, desmesurada y antidemocrática de las reglas de juego. La violación de la legalidad apelando a una legalidad alternativa es una trampa intelectual que nadie puede aceptar en democracia, porque cuestiona que han llevado a límites insoportables la imagen de las instituciones con destrucción de las normas de convivencia. Lisa y llanamente: puro golpismo a la nueva usanza donde los más desprotegidos son precisamente los que en ausencia de amparo constitucional más tienen que perder.

La izquierda no puede comprar el discurso propagandístico que presenta el artículo 155 como una suspensión de la democracia. El art. 155 de la Constitución española es tan aplicable como cualquier otro y su acierto depende del contexto y la proporción. La aplicación minimalista del mismo, como respuesta a una secesión de facto, orientada a abrir un proceso electoral que restablezca la legitimidad de las instituciones de autogobierno, no debería  suponer un problema y no debería equipararse, con falsa equidistancia, con la DUI, ya que ésta es sencillamente ilegal, mientras que el 155 es constitucional.

Siendo España un país ampliamente descentralizado, es lógica la existencia de un artículo de ese tipo que también se encuentra en las Cartas Magnas de otros países democráticos europeos. No está copiado de ninguna de las Leyes fundamentales del Movimiento sino que tiene su origen en la Alemania postnazi, Ley Fundamental de Bonn de 1949, precisamente incluido allí para que nunca más retornara, por vía de urnas procedentes de cualquier Lander, algo similar a la Ley Habilitante de 1933 impuesta democráticamente por los hitlerianos.

También es una falacia afirmar que nunca se ha aplicado en Europa nada parecido al artículo 155, cuando el Reino Unido, tan admirado por los secesionistas, lo ha utilizado en cinco ocasiones frente a Irlanda del Norte, la última en el año 2002 y con una permanencia de cuatro años, por no hablar de otras leyes excepcionales aprobadas más recientemente por el Gobierno francés.

La izquierda, debe hacer valer que  formamos parte de un proceso supranacional europeo donde lo más progresista es acelerar la integración con participación ciudadana y democratización de sus instituciones y no la creación de nuevos Estados cada vez mas y mas pequeños y más inviables. No puede la izquierda ser cómplice ni aliada ideológica de los populismos que afloran en Europa ni de los deseos de Donald Trump o de Putin de debilitar a la UE.

El art. 155 debe aplicarse porque una parte del Estado como lo es la Generalitat y el Parlament, saltándose las normas vigentes ha promovido primero un referéndum ilegal y declarado después, de forma unilateral, más o menos clara, una supuesta República Catalana independiente contra los deseos de, al menos, una mitad de los catalanes, y sin contar con el resto de los españoles.
Lejos de acomplejarse por ello, la izquierda debe impedir el brote de españolismo rancio y trasnochado que creíamos enterrado, a la vez que evitar seguidismo de un supuesto “derecho a decidir” que no es más que un eufemismo para un “derecho de autodeterminación” que no es de aplicación a la situación de una Cataluña autónoma dentro de un país democrático

Porque se puede estar a la vez en contra de la DUI y en contra de la gestión autoritaria que el PP ha hecho la mayor parte del tiempo de esta crisis de Estado. Porque se puede estar a favor de que el Estado aplique sus normas y estar en contra de que las mismas se apliquen por el PP de manera interesada por razones electorales. Se puede apoyar una política de Estado y no dejar de insistir en la crítica radical de las políticas antisociales, la deriva autoritaria y la corrupción sistémica del PP. Se puede cerrar filas con la legalidad constitucional y seguir proponiendo a la población de España la regeneración política y la transformación social, educativa y cultural que nos lleve a una mejora en las condiciones de vida y a una nueva era de progreso y derechos.

La izquierda debe mantener un discurso propio sin importar lo que dicte la derecha. La izquierda está obligada a defender el Estado de Derecho por los valores que le son propios, como la igualdad, y tiene que hacerlo situando su agenda de transformación social y de regeneración democrática, tanto frente a los golpistas de la Generalitat como a los retrocesos autoritarios a que nos ha llevado el PP, ante los corruptos de Génova como ante los del 3%, a los amnistiados fiscalmente de un bando o de otro, a los que recortaron salvajemente los gastos sociales, educativos, de enseñanza o de la dependencia entre 2011 y 2013 en Cataluña, hoy independentistas, como en el resto de España.

Quizá eso es precisamente lo que ha estado ausente durante todo este período agudo de crisis territorial, mantener en alto la bandera de las reformas sociales y la crítica al gobierno corrupto y autoritario, mientras se defiende una política de Estado frente a la secesión. Lo que ha faltado es mantener el perfil de la izquierda mientras se pactan medidas legales y proporcionadas para la contención del desafío soberanista.

¿Qué hacer ante el 21-D?
Ante la convocatoria del 21D, urge una propuesta de reagrupamiento del bloque democrático, regeneracionista y de transformación social para proponer a Cataluña y al resto de España una salida federal sin privilegios que asegure el encaje de las identidades nacionales que componen la España plural. Los referendos no son, en sí mismos, ninguna solución a no ser que expresen el respaldo a un nuevo acuerdo. Una votación en el vacío sobre el desacuerdo o sobre el galimatías actual solo profundizaría la división. La izquierda debe apostar por una reforma a fondo de la Constitución. Una reforma que defina las relaciones de respeto y solidaridad en una nación de naciones. Que establezca las nuevas reglas de juego y precise la lista de competencias atribuidas al Estado y a las Comunidades. Que defina un acuerdo fiscal y de financiación y un procedimiento de asignación de la contribución negociado y regulado. Que establezca órganos de cooperación interterritorial y un espacio de representación de los territorios en un Senado federal. Una reforma, en suma, federal y compatible con la unidad de mercado de todos sus territorios.

Sobre ese nuevo acuerdo sí que podrían pronunciarse los catalanes y el resto de los españoles. El referéndum en las actuales condiciones resuelve cuando lo que se vota es una propuesta de acuerdo.
El próximo 21D el cuerpo electoral catalán tiene la oportunidad de optar por una salida transversal de integración de identidades, con hoja de ruta regenerativa y de énfasis social que permita escapar de esa espiral de aislamiento a que conduce el independentismo, o suicidarse en una nueva edición de la hoja de ruta secesionista que agravaría el enfrentamiento social, la parálisis, la sangría empresarial y económica que ya es alarmante como el consiguiente desempleo y, en consecuencia, el empobrecimiento de Cataluña y su ciudadanía.

Toda la izquierda, toda, debería aceptar ese reto como una última oportunidad de volver a encauzar la energía creativa y de choque de la sociedad civil catalana hacia objetivos de emancipación social, en vez alinearse una vez más con los designios de la elite soberanista que ya se sabe dónde conducen.
Y para este reto electoral inmediato, tendrán que aclararse también aquellos que jugaron a la ambivalencia en el discurso, aunque casi siempre acabaron favoreciendo al soberanismo con sus actos, manifestaciones u omisiones renunciando a su propia hoja de ruta política que dijeron tomar del movimiento del 15 M.

La ruptura de la coalición de gobierno en el Ayuntamiento de Barcelona es, en este sentido, una pésima noticia, ya que dinamita el único experimento de entendimiento entre distintas sensibilidades nacionales de las izquierdas no independentistas, que habría debido de marcar el rumbo de una alternativa al enfrentamiento civil. Apostamos porque lo que se ha venido en llamar la izquierda emergente no conduzca  paradójicamente a la izquierda a su inmersión más absoluta, ante el desconcierto y zigzagueo que origina un tacticismo meramente electoral para la obtención del voto independentista de cara a “tocar” poder en tanto se abandona con enormes riesgos a su sector social votante.

El espacio del catalanismo de izquierdas regenerativo y de transformación social y cultural tiene que dialogar entre si, a la vez que el entendimiento con las izquierdas españolas debe ser reconstruido cuanto antes, porque después del 21D no tendremos otro asidero para restaurar los puentes rotos, en Cataluña y en el resto de España. 
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